lunes, 10 de noviembre de 2014

EL LUBRICAN


Siempre que el atardecer me coloca frente a la ventana justo en el momento ese en el que se confunde la luz con las tinieblas, me quedo enmimismada, en un estado más allá del tiempo y del espacio y, en ese "enmimismamiento"  regresan a mi memoria algunos fragmentos de uno de los artículos que Antonio Gala recoge en su libro La Casa Sosegada que hace mucho leí y que dejó una profunda huella en mi recuerdo por cómo lo escribe, por lo que dice.
Lo transcribo y lo dedico a todos aquellos que, como yo, pueden llegar a casa cada tarde, y vivir momentos parecidos. Pero sobre todo, lo deseo para todas aquellas personas en las que el hogar dista  mucho de ser algo parecido.

"Es el lubricán: la hora en que se confunde el perro con el lobo, el lobo con el can. Anochece. Es hora de la tregua. Todo en la naturaleza se dispone al descanso. La luz que enfrenta a unos seres con otros ha cesado; ha cesado la lucha; sólo quiénes se desenvuelven en la noche se están incorporando. Los humanos, en las ciudades más o menos grandes, con sus coches a cuestas, con sus efímeras dichas o desdichas a cuestas, aún están de camino; pero es un camino de vuelta. El sol se dejó vencer sin excesiva resistencia; las nubes entre suaves reflejos, pueblan todavía el cielo de formas imprecisas. Quienes trabajaron fuera de sus casas vuelven a ellas. Una casa es el lugar donde a uno se le espera, o en donde uno espera, a esa hora apacible, las visitas más próximas.
Al acercarse, se adivinan encendidas las habitaciones. Todo está en orden. Los niños, si los hay, dentro de poco se retirarán. Un suspiro de calma llenará los pasillos, el cuarto de estar y se posará sobre la mesa del comedor dispuesta. En el rincón preferido, bajo la apaciguada luz de una pantalla, el sofá o el sillón ofrecerán sus brazos. La costumbre, con maternales manos de enfermera nos tocará la frente; nos despojará  de la chaqueta y del calzado; nos quitará las armas de la guerra de la que venimos... Anochece. Antes o después de cenar, se abre un momento para la reflexión, para la charla, para la honda mirada comprensiva. No discutamos; no gritemos, no nos arrebatemos el turno de la conversación; no nos apasionemos como si en ella nos fuera la vida. Cerremos los ojos y miremos. Miremos con intensidad, pero con paz. Quizá consigamos entonces escuchar una música. Una música compartida y solemne: es la canción de cada anochecer que solemos empeñarnos en desoír.
Fuera se ha quedado la agresividad y la competitividad que nos devora como un cáncer. Cerca sólo aparecen la intimidad, la certeza de algún pequeño goce, del sorprendente placer cotidiano, del habitual milagro de estar vivos que poco agradecemos, y el de estar (si es así) en compañía. Junto a nosotros los menudos valores que nadie se atrevería a cotizar en bolsa. Sobre todo, el acuerdo con uno mismo y el olvido, a veces tan difícil, de los recuerdos que el día ha provocado. Lejos, el virus del oro que enrigidece nuestras arterias y nos infarta el corazón y el de la palabra amenazadora. Dejémoslos fluir: ni el oro ni la palabra se inventaron para destruirnos, sino para vincularnos y embellecernos. Que no creen un mal poso en nosotros. Cuanto no sea esencial, cuanto no sea rotundamente nuestro (tanto que sin ello dejaríamos de ser quiénes somos) debe desaparecer a esta hora. Quédese el perfume, pero no la flor seca...
Abandonados, en confianza, sin testigos que testimonien mañana en contra nuestra, sólo entre los amigos por quiénes somos entendidos o con quienes podremos llegar siempre a entendernos. Ligeros, seguros, sacudidos los trabajos que nos agotan. Liberados, sin cuidarnos de almacenar para mañana; sin cargar con el abrumador peso de las cosas. Ágiles, es decir, alegres. Convencidos de que la verdadera seguridad es la aceptación de la inseguridad sobre la que nuestra vida se construye. Tranquilos y aliados. Porque, el ser humano no nació hiriente: sus facciones, sus extremidades, su cuerpo entero están redondeados para no herir; endurecidos sólo para defenderse de agresiones pequeñas. Se acopla un cuerpo a otro; se compenetra sin necesidad de penetrarse. Nada es dañino, ahora y aquí. Las batallas exteriores quedan fuera, con el golpe y con la palabra amarga. La palabra y el cuerpo se adaptarán, complacidos y placenteros, como se adapta la fuente a un río.
Aquí podrá hacerse todo lo que se sienta de verdad; cuanto se desee decir de verdad podrá ser dicho. No hay desprecios, no hay ofensas: en consecuencia, todo es bueno. Dentro del HOGAR, al anochecer, habitamos en el ojo del huracán. Persisten alrededor la ambición, las tormentas, las corrupciones, los duros fantasmas del día y de la noche; pero aquí hemos obtenido la serenidad. Una serenidad empapada de vida, que es movimiento interior: no quietud, no pasividad. De ahí que sea imprescindible, antes o después de cenar, antes o después de ver un poco la televisión o de leer un libro, reflexionar un rato, dar un momento gracias, detenerse a cambiar impresiones, a renovar las fuerzas, a beber un largo sorbo de agua limpia.
Se ha hecho el silencio. apenas percibimos las sonoras esquirlas de otras vidas...
Por fin se hizo el silencio. Por fin está la casa sosegada.

Deseo para todos que, al menos, al final de cada día... nuestra casa esté siempre sosegada, pacificada.